martes, 17 de marzo de 2015

El amor acaba

Por Raúl Mejía

Como era de esperarse, el tema es Nuestra Señora del Carmen (Aristegui).



Fuente imagen:www.lohago.com
No sé si fue Francisco Valenzuela (director, pastor, coordinador, cacique y dictador de la revista Revés) quien primero definió la relación entre Carmen y Vargas como un matrimonio de conveniencia (o algo así). No es relevante. Lo interesante es ver cómo el asunto de la periodista famosa y el empresario influyente coincide con ese imagen.


        Confiésolo: de pura casualidad estaba escuchando el noticiero de Aristegui ese día histórico cuando el Ombudsman de la audiencia de MVS, Gabriel Sosa Plata, se presentó en la cabina y expuso la forma en la cual él contemplaba el diferendo. Repartió culpas, responsabilidades, recomendaciones y propuestas de solución. En suma, invitaba a las partes a reconocer cada uno sus errores, disculparse y, aceptemos sin conceder, seguir haciendo cada quien su chamba.


        Carmen, cuidando las palabras –hasta donde su mecha corta se lo permite o hasta donde el conocimiento del fondo del asunto se lo mostraba- aceptó a condición de ser reinstalados sus compañeros despedidos por usar el logo de MVS en una negociación sin permiso de la empresa. Luego de esa mesura, soltó dos o tres críticas que seguramente no le gustaron a los Vargas y “envolviose” en las banderas de Julio Scherer, Granados Chapa y Vicente Leñero, baluartes del periodismo mexicano reciente y, para terminar, una bonita melodía en la voz de Joan Manuel Serrat: “Para la libertad”, poema de Miguel Hernández musicalizado por el catalán.


        Si el mercado de sentimientos estaba de lo más volátil (para usar términos económicos de uso corriente), el rollo de Aristegui previo a dejarle la voz a Serrat dejó aquello de “vamos a platicar” un poco comprometido. Es como cuando un enamorado quiere arreglar las cosas con su amada y le lleva una serenata en donde la pieza central es “La chancla”. Digo, hay maneras ¿verdad? Carmen sabrá los motivos para cerrar el segmento de esa manera. Una cosa me pareció clara: la renuncia o el despido eran obvios. ¿Se pudo solucionar el tema recurriendo al diálogo privado y sin hacer “una última” provocación al estilo “escupe tú primero”? Para mí, sí, pero nunca lo sabremos. Lo más o menos claro es que esos tórtolos ya no se soportaban desde hace algunos años y cualquier pretexto era bueno para gritonearse a medio patio.


        Y bueno, Aristegui no es  ni era santa de mi devoción. Eran recurrentes sus excesos y una incontinente vocación por “armar casos” ajustando la realidad a su conveniencia. Pongo dos. Quizás nadie los recuerde y no entraré en detalles. Son ejemplos de cómo llevó sus puntos de vista o de interés  a extremos grotescos: el de un sujeto llamado Luis Ponce de Aquino, quien demandó a la banda de Peña Nieto (en campaña entonces) por un asunto de promoción televisiva del candidato priísta en USA. Según Aquino, se había firmado un documento por 56 millones de dólares con su empresa Frontera Television Network. Al final, el tal Aquino resultó ser un estafador de fama internacional. Aristegui ni se inmutó.


Otro es el caso Monex y una estructura financiera paralela que manejó recursos millonarios al candidato del PRI (Peña) rebasando escandalosamente los topes de campaña y la repartición de dinero a través de los famosos “monederos Monex”. Nada se probó. ¿Hubo alguna disculpa? Obvio: no.


Para mayor información, acudir al libro de Marco Levario Turcott: El periodismo de ficción de Carmen Aristegui, ediciones Urano.


        Pocos periodistas gustan tanto de usar el “habría”, “sería” “se dice” o de presumir “probables vínculos”, como Carmen Aristegui.


        Y sin embargo,  es un referente del periodismo en México aunque a algunos no nos guste (a veces sí). Lo digo por algo sencillo: se necesita un valor o una temeridad extremos para llevar a cabo investigaciones como la de la “casa blanca” del Presidente y su esposa, con las réplicas trepidatorias subsecuentes en el selecto círculo de ese sujetoide llamado Enrique Peña Nieto. No recuerdo un madrazo más demoledor a la clase política en el tiempo que tengo como lector de periódicos. Con esa investigación se marcó un “antes y después” en relación a esa  inveterada costumbre de usar los puestos públicos como patrimonio personal… aunque, claro, falta que la “ley anticorrupción” salga de las cavernas legislativas. Hasta donde se tiene conocimiento estadístico de estos temas, no hay clase política que articule y opere un esquema de castigos a quienes cometen tropelías con el dinero público… porque son juez y parte. Digámoslo en los términos clásicos: “perro no come perro”. Para este tipo de asuntos y su contención, se necesitan periodistas como Aristegui (¿quién soy yo para escatimarle méritos?).


        No dudo pues de la siniestra intención de perjudicar a la periodista con un pretexto como el uso de la  marca MVS para acceder a más y mejor información (MexicoLeaks es el caso). La banda de culebras que despacha en Los Pinos tiene las formas y recursos para orquestar eso y más sin que su participación sea siquiera perceptible. No es casualidad que el canal 52 se le escapara a los de MVS recientemente, pero tengo la impresión de que el matrimonio Vargas-Aristegui pudo seguir odiándose, soportándose, haciéndose caras y gestos para beneficio de una parte importante de la sociedad escuchadora de noticieros.


        Los matrimonios por conveniencia llegan a ser siniestros. Seguramente todo fue calculado. Seguir en esa perversa relación para beneplácito del radioescucha era posible, pero con quienes tienen “mecha corta” se pueden anticipar los escenarios y Carmen es de ese tipo. Mordió el anzuelo y fue despedida.


        Su salida, como era previsible, cae en lo apoteósico: otra víctima de la represión de acuerdo al previsible discurso de los guerrilleros del teclado y de ella misma.


        Ojalá y pronto tenga un espacio esta periodista. De no ser así, el estilo Peña Nieto de coadyuvar en aras de la libertad de expresión dejará como caricatura lo que hizo Echeverría con Excélsior en 1976.


domingo, 15 de marzo de 2015

LLÉVENME, QUIERO MORIR

Por Raúl Mejía
Hace casi treinta años (1987), con Rafael Bonilla y Quique Villegas hicimos un largo programa en video sobre la muerte. Fue popular localmente por algunos años. Se transmitió en la fecha obligatoria por un tiempo, luego los cassettes se perdieron o se arrumbaron por ahí y el ciclo se cerró.
Una de las entrevistas del programa se la hice a Edmundo Valadez, el famoso editor de la revista El Cuento. La pregunta, sin rodeos: “¿Cómo te gustaría morir?” Valadez ni se inmutó. Era ya un hombre mayor, de más de setenta años. Pensó unos segundos y con serenidad dijo “si fuera posible elegir, me gustaría tener una muerte discreta”.
Murió siete años después. Siempre tengo presente esa respuesta e ignoro si murió discretamente.
Y bueno, pasa que soy parte de una generación en franco proceso de descomposturas. Ya no pequeños fallos como un catarro mal cuidado, una infección intestinal a partir de unos tacos de perro o una apendicitis. No. Además de un buen número de bajas con destino a calacas, son varios los amigos o conocidos con achaques serios: un incipiente parkinson, un recurrente alzheimer, dificultades para mear o derrames cerebrales. Todos pasmados. No hay una tradición en materia de aceptación de lo ineluctable. Aún creemos que ciertas cosas “no pueden pasarnos a nosotros”.
Fuente imagen: http://wellbeingworks.co.nz
Leí algo de Oliver Sacks, famoso doctor de 81 años, quien recién supo su enfermedad mortal. Siempre se asumió un hombre con suerte. A esa edad aún viajaba, creaba, disfrutaba. “Toda esa felicidad es cosa de suerte” –dijo recientemente. De pronto ésta se acaba y uno se enferma definitivamente: “No tengo tiempo para lo que no es esencial. El cambio climático, el crecimiento económico inequitativo, la política ni las guerras son asuntos de mi interés. Me concentro en lo esencial: mi trabajo, mis amigos y en mí” –dijo en una carta que publicó el New York Times y luego otros diarios.
Mi panteón particular empieza a incrementarse.
El último en formar parte de ese cementerio fue Isaac Levín. Un tipo fuerte, de carácter contradictorio, inconforme con todo. Un hombre generoso y enojón de manera sublime y sistemática. Hace un año, en Pátzcuaro, me informó de su inminente paso por el quirófano. “Nada serio, pero es mejor prevenir” –me dijo. En ese mismo mes (marzo), lo que parecía una operación relativamente sencilla, puso al descubierto el desastre interno que cargaba y él optó por no hacerse el kit básico de quimioterapias. Prefirió vivir “en libertad” los meses que le quedaban. No más de seis. El plazo se cumplió rigurosamente y en septiembre “entregó los tenis”.
Sin aspavientos.
No anduvo externando sus padecimientos salvo a los más cercanos. Tuvo la deferencia de dejar instrucciones para cuando el momento llegara: nada de reuniones en funerarias ni de obituarios públicos: “en cuanto me muera me incineran y me llevan al árbol con María Luisa”. Muchos supieron de su muerte a los pocos minutos y preguntaban por el velorio. Pocos sabían de la logística en marcha que excluía la inútil ceremonia de tener el cuerpo por varias horas expuesto a los comentarios, las anécdotas, los recuerdos compartidos, los rezos, la despedida. El Isaac dejó una lista de los sujetos y sujetas personas quería estuvieran en la brevísima ceremonia de esparcir las cenizas junto a su mujer. No más de diez personas (yo ya hice mi lista y la sabe quien debe saberlo: son menos de quince los invitados. Me da una hueva de ultratumba anticipada que me vayan a “velar”).
A un lado de Esteban (así se llama el árbol) se dejaron las cenizas. Todos nos echamos un rollo gemebundo por Isaac y en menos de veinte minutos nos despedimos unos de otros jurando encontrarnos nuevamente en un futuro cercano.
Si Isaac fue un gran hombre, si contribuyó a hacer de este mundo algo más habitable, si se merecía un homenaje y esas vainas, no hay forma de saberlo y menos de instrumentar la conmemoración pública. Lo que hizo o no hizo se quedó en la memoria de quienes lo conocimos de cerca y vivirá ahí por el lapso que sea menester (haya ido o no a la ceremonia con Esteban). Eso es lo único realmente valioso. ¿Hay textos suyos susceptibles de ser rescatados y dados a conocer? Ojalá no y ojalá a nadie se le ocurra hacerlo. No sé qué contiene eso de insistir en mantener la memoria de los muertos más allá del valor que ésta tiene en el corazón de quienes conocieron a quienes se van. Los homenajes –no importa el talante- me resultan repulsivos por la cuota de vanidad implícita no sólo en quienes usufructúan la memoria del difunto… también por la inútil arrogancia de éste si, en vida, aspiró a tener una muerte recordable por “su obra excepcional”. Lo excepcional no pasa de ser relevante para unos pocos, y si son poquísimos, mejor.
Hay otros muertos personales. Octavio Paz, por ejemplo, a quien nunca conocí en persona (ni ganas de conocerlo, por cierto) pero sigo leyéndolo de vez en vez. No me importan absolutamente nada los homenajes que le hagan ni las invitaciones a conocerlo a partir de coloquios. He llegado a la conclusión (no sigan mi ejemplo) de que esos afanes por preservar la memoria de los muertos suelen ser lo más cercano a las franquicias de las cuales viven quienes se asumen como sus deudos. Pienso diferente: el recuerdo valioso, significativo, es personal, intransferible. No necesita de intentos preservadores públicos. Dura lo que ha de durar. Es algo íntimo.
Lamenté la muerte de José Emilio Pacheco y la de Álvaro Mutis, pero me dolerá más (si me toca “vivirla”) la de Gabriel Zaid, un tipo esencial en mi formación de lector… o la de Philip Roth.
Mi ánimo anda mortuorio. Recientemente leí un texto de Rafael Pérez Gay sobre lo que en el DF se conoce como la “Voluntad Anticipada”. Sería bueno los diputados michoacanos se ocuparan del asunto. Dice el autor de El Cerebro de mi Hermano: “Firmé mi voluntad anticipada. Se trata de un documento en el cual declaro ante un notario público mi negativa a que en el caso de atravesar por la oscuridad de una enfermedad terminal, la obstinación médica y el amor de mi familia insistan en mantenerme con vida mediante métodos que solo alargarían el dolor, la indignidad de mi cuerpo, mi memoria y la pena de mis seres queridos. No es en ningún sentido un documento sobre la muerte; si lo pienso bien, lo que tengo en mis manos es un documento sobre la vida, el último momento de la vida”.
Pero el tema es la discreción.
Recientemente me enteré por el feisbuc del delicado estado de salud de Ramón Méndez. Un tipo con quien he tenido una relación azarosa y cordial. Las afinidades entre ambos son prácticamente inexistentes. Ni en lecturas, ni en la vida que hemos llevado hay coincidencias. Pocos son los amigos en común. En tres décadas nos hemos encontrado una docena de veces y charlado no más de unas horas desperdigadas en el tiempo. Siempre he percibido una simpatía mutua. Me daba gusto verlo. La última vez fue hace unos cuatro años en el Café La Habana del DF. Un abrazo, un cómo has estado, un qué gusto verte y adiós.
Hoy está muy enfermo. Solo. Sin recursos. Un amigo, en un mensaje público, invoca la solidaridad de quienes conocen a Ramón e incluso de la editorial Anagrama, sello donde apareció la famosa novela de Roberto Bolaño. ¿A qué viene esa invocación de solidaridades editoriales? A que Ramón y su hermano Cuauhtémoc son personajes en Los detectives salvajes, la publicitada historia del escritor chileno. Así empiezan las grandes historias a pesar de los (eventuales) deseos de no trascendencia del “afectado” por el interés de sus amigos y conocidos.
“¿Ramón Méndez?” –se preguntan muchos (nunca tantos como se quisiera, claro). Ahí está ya: lo que se necesitaba para empezar a edificar la leyenda. Ya sabemos lo extraordinaria persona que es, el poeta de obra breve, sustanciosa e imprescindible, el homenaje merecido, los recuerdos de quienes lo conocen de verdad.
No soy nadie para dudar de la sinceridad de sentimientos en quienes se han echado encima la noble tarea de cuidar de la salud de Ramón, de organizar guardias y apoyos en el hospital. Lejos de mi ánimo cuestionar esos gestos hermosos. Me pregunto (de manera ociosa, inútil) si a Ramón le interesan los productos generados a partir de sus padecimientos o si, en el mero fondo, invoca lo que Fela Ramson Kuti expresa en una de sus canciones: “Llévenme, quiero morir”.