Por Raúl Mejía
Hace casi treinta años (1987), con Rafael Bonilla y Quique Villegas hicimos un largo programa en video sobre la muerte. Fue popular localmente por algunos años. Se transmitió en la fecha obligatoria por un tiempo, luego los cassettes se perdieron o se arrumbaron por ahí y el ciclo se cerró.
Una de las entrevistas del programa se la hice a Edmundo Valadez, el famoso editor de la revista El Cuento. La pregunta, sin rodeos: “¿Cómo te gustaría morir?” Valadez ni se inmutó. Era ya un hombre mayor, de más de setenta años. Pensó unos segundos y con serenidad dijo “si fuera posible elegir, me gustaría tener una muerte discreta”.
Murió siete años después. Siempre tengo presente esa respuesta e ignoro si murió discretamente.
Y bueno, pasa que soy parte de una generación en franco proceso de descomposturas. Ya no pequeños fallos como un catarro mal cuidado, una infección intestinal a partir de unos tacos de perro o una apendicitis. No. Además de un buen número de bajas con destino a calacas, son varios los amigos o conocidos con achaques serios: un incipiente parkinson, un recurrente alzheimer, dificultades para mear o derrames cerebrales. Todos pasmados. No hay una tradición en materia de aceptación de lo ineluctable. Aún creemos que ciertas cosas “no pueden pasarnos a nosotros”.
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Fuente imagen: http://wellbeingworks.co.nz |
Mi panteón particular empieza a incrementarse.
El último en formar parte de ese cementerio fue Isaac Levín. Un tipo fuerte, de carácter contradictorio, inconforme con todo. Un hombre generoso y enojón de manera sublime y sistemática. Hace un año, en Pátzcuaro, me informó de su inminente paso por el quirófano. “Nada serio, pero es mejor prevenir” –me dijo. En ese mismo mes (marzo), lo que parecía una operación relativamente sencilla, puso al descubierto el desastre interno que cargaba y él optó por no hacerse el kit básico de quimioterapias. Prefirió vivir “en libertad” los meses que le quedaban. No más de seis. El plazo se cumplió rigurosamente y en septiembre “entregó los tenis”.
Sin aspavientos.
No anduvo externando sus padecimientos salvo a los más cercanos. Tuvo la deferencia de dejar instrucciones para cuando el momento llegara: nada de reuniones en funerarias ni de obituarios públicos: “en cuanto me muera me incineran y me llevan al árbol con María Luisa”. Muchos supieron de su muerte a los pocos minutos y preguntaban por el velorio. Pocos sabían de la logística en marcha que excluía la inútil ceremonia de tener el cuerpo por varias horas expuesto a los comentarios, las anécdotas, los recuerdos compartidos, los rezos, la despedida. El Isaac dejó una lista de los sujetos y sujetas personas quería estuvieran en la brevísima ceremonia de esparcir las cenizas junto a su mujer. No más de diez personas (yo ya hice mi lista y la sabe quien debe saberlo: son menos de quince los invitados. Me da una hueva de ultratumba anticipada que me vayan a “velar”).
A un lado de Esteban (así se llama el árbol) se dejaron las cenizas. Todos nos echamos un rollo gemebundo por Isaac y en menos de veinte minutos nos despedimos unos de otros jurando encontrarnos nuevamente en un futuro cercano.
Si Isaac fue un gran hombre, si contribuyó a hacer de este mundo algo más habitable, si se merecía un homenaje y esas vainas, no hay forma de saberlo y menos de instrumentar la conmemoración pública. Lo que hizo o no hizo se quedó en la memoria de quienes lo conocimos de cerca y vivirá ahí por el lapso que sea menester (haya ido o no a la ceremonia con Esteban). Eso es lo único realmente valioso. ¿Hay textos suyos susceptibles de ser rescatados y dados a conocer? Ojalá no y ojalá a nadie se le ocurra hacerlo. No sé qué contiene eso de insistir en mantener la memoria de los muertos más allá del valor que ésta tiene en el corazón de quienes conocieron a quienes se van. Los homenajes –no importa el talante- me resultan repulsivos por la cuota de vanidad implícita no sólo en quienes usufructúan la memoria del difunto… también por la inútil arrogancia de éste si, en vida, aspiró a tener una muerte recordable por “su obra excepcional”. Lo excepcional no pasa de ser relevante para unos pocos, y si son poquísimos, mejor.
Hay otros muertos personales. Octavio Paz, por ejemplo, a quien nunca conocí en persona (ni ganas de conocerlo, por cierto) pero sigo leyéndolo de vez en vez. No me importan absolutamente nada los homenajes que le hagan ni las invitaciones a conocerlo a partir de coloquios. He llegado a la conclusión (no sigan mi ejemplo) de que esos afanes por preservar la memoria de los muertos suelen ser lo más cercano a las franquicias de las cuales viven quienes se asumen como sus deudos. Pienso diferente: el recuerdo valioso, significativo, es personal, intransferible. No necesita de intentos preservadores públicos. Dura lo que ha de durar. Es algo íntimo.
Lamenté la muerte de José Emilio Pacheco y la de Álvaro Mutis, pero me dolerá más (si me toca “vivirla”) la de Gabriel Zaid, un tipo esencial en mi formación de lector… o la de Philip Roth.
Mi ánimo anda mortuorio. Recientemente leí un texto de Rafael Pérez Gay sobre lo que en el DF se conoce como la “Voluntad Anticipada”. Sería bueno los diputados michoacanos se ocuparan del asunto. Dice el autor de El Cerebro de mi Hermano: “Firmé mi voluntad anticipada. Se trata de un documento en el cual declaro ante un notario público mi negativa a que en el caso de atravesar por la oscuridad de una enfermedad terminal, la obstinación médica y el amor de mi familia insistan en mantenerme con vida mediante métodos que solo alargarían el dolor, la indignidad de mi cuerpo, mi memoria y la pena de mis seres queridos. No es en ningún sentido un documento sobre la muerte; si lo pienso bien, lo que tengo en mis manos es un documento sobre la vida, el último momento de la vida”.
Pero el tema es la discreción.
Recientemente me enteré por el feisbuc del delicado estado de salud de Ramón Méndez. Un tipo con quien he tenido una relación azarosa y cordial. Las afinidades entre ambos son prácticamente inexistentes. Ni en lecturas, ni en la vida que hemos llevado hay coincidencias. Pocos son los amigos en común. En tres décadas nos hemos encontrado una docena de veces y charlado no más de unas horas desperdigadas en el tiempo. Siempre he percibido una simpatía mutua. Me daba gusto verlo. La última vez fue hace unos cuatro años en el Café La Habana del DF. Un abrazo, un cómo has estado, un qué gusto verte y adiós.
Hoy está muy enfermo. Solo. Sin recursos. Un amigo, en un mensaje público, invoca la solidaridad de quienes conocen a Ramón e incluso de la editorial Anagrama, sello donde apareció la famosa novela de Roberto Bolaño. ¿A qué viene esa invocación de solidaridades editoriales? A que Ramón y su hermano Cuauhtémoc son personajes en Los detectives salvajes, la publicitada historia del escritor chileno. Así empiezan las grandes historias a pesar de los (eventuales) deseos de no trascendencia del “afectado” por el interés de sus amigos y conocidos.
“¿Ramón Méndez?” –se preguntan muchos (nunca tantos como se quisiera, claro). Ahí está ya: lo que se necesitaba para empezar a edificar la leyenda. Ya sabemos lo extraordinaria persona que es, el poeta de obra breve, sustanciosa e imprescindible, el homenaje merecido, los recuerdos de quienes lo conocen de verdad.
No soy nadie para dudar de la sinceridad de sentimientos en quienes se han echado encima la noble tarea de cuidar de la salud de Ramón, de organizar guardias y apoyos en el hospital. Lejos de mi ánimo cuestionar esos gestos hermosos. Me pregunto (de manera ociosa, inútil) si a Ramón le interesan los productos generados a partir de sus padecimientos o si, en el mero fondo, invoca lo que Fela Ramson Kuti expresa en una de sus canciones: “Llévenme, quiero morir”.
Felicidades pa!!!!
ResponderEliminarPues Ramón lo que ha dicho es: " no quiero morir todavía". Quien ha estado cerca lo sabe... Saludos.
ResponderEliminarMe da gusto saberlo, Blanche. Gracias por comentarlo.
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